Para que sepas, desde chiquitxs nos vienen regulando la intensidad. Del volúmen de voz, de la expansión de un festejo, la dramatización de un llanto. La profundidad de una conversación y la duración de un abrazo.

Todo en la justa medida acorde a los estandares de normalidad que manejaban nuestrxs cuidadorxs. Algunxs tuvieron la suerte de estar a cargo de personas más parecidas a su nivel natural de expresión y otros no.

Con los años me voy amigando con mi forma de ser, pero reconozco que me hubiera gustado haber sido más aceptada, porque yo era muy chica para entender que toda mi magia radicaba en mi propia intensidad. Que ahí donde nace mi intensidad, también se fabrica mi humor, mi capacidad de empatizar, mis reflexiones filosóficas, mi don de amar.

Y me hicieron creer que estaba mal. Que era demasiado. Y casi me lo creo. Casi casi me hice amigxs de mentira y estuve a punto de elegir una carrera dedicada a mis viejxs, un trabajo que no me gustaba. Ahí de elegir una pareja de libro…pero me salvé.

Me di cuenta a tiempo que ni muy muy, ni tan tan, sólo yo 🤷🏻‍♀️

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